Sebastian Gerhardt

Inmediatamente después del éxito del voto a favor del Brexit, Nigel Farage del UKIP –United Kingdom Independent Party– puso en claro que una de las promesas centrales de la campaña para abandonar la UE nunca fue abanderada por él: “Los 350 millones de libras” que podrían invertirse semanalmente en el sistema estatal de salud británico, cuando se tengan que dejar de hacer las superfluas transferencias a Bruselas, esos 350 millones de libras –más de 420 millones de euros–, nunca llegarán. Ni hoy, ni en dos años, nunca. Pero eso no es un problema para Nigel Farage. Ya dijo que nunca apoyó esa promesa. Sólo el ex alcalde conservador de Londres, Boris Johnson, en su papel de nuevo hombre fuerte del Partido Conservador, deberá arreglárselas para zafarse de esa promesa, que hizo cuando lideraba la campaña de derechas a favor del Brexit.

El rechazo de la derecha a la UE se centra en dos temas. El primero es la crítica al Banco Central Europeo (BCE), similar a la que manifestó en Alemania el partido Alternativa para Alemania (AfD). Los ultraliberales ven en la política monetaria del Banco Central una restricción inadmisible de las fuerzas del mercado. Especialmente las bajas tasas de interés de los últimos años las consideran una violación a su derecho humano de percibir altas rentas patrimoniales. El hecho de que el Banco Central no determina los intereses, sino que incluso él tiene que seguir el desarrollo del mercado, eso ni se les ocurre a estos pequeñoburgueses insatisfechos. Tampoco el más reciente fracaso de los críticos liberales del BCE ante el Tribunal Constitucional Federal el 21 de junio de 2016 los hará perder la confianza en la competencia sin freno como último escalón de la felicidad.

Pero no es con la política monetaria que los conservadores británicos tienen problemas. Pues el Reino Unido no forma parte de la eurozona. Por eso salen sobrando todas las críticas, justificadas o injustificadas. Por el contrario, los conservadores –como ya lo hizo el UKIP en las elecciones parlamentarias de 2015–, están dirigiendo la atención al segundo tema de la crítica de la derecha contra la UE: la inmigración. Fue en esa contienda electoral que el primer ministro conservador, David Cameron, prometió el referéndum sobre la membresía en la UE: como medio para unir a su partido y para poner entre la espada y la pared al Partido Laborista. Lo último lo logró, lo primero, no. Los conservadores británicos hace años que sienten desconfianza frente a la UE, que para su gusto interviene todavía con una regulación excesiva en la economía. Cameron entró en las negociaciones con la UE enarbolando el lema de restringir la inmigración. Un año después se encuentra, cual aprendiz de brujo, frente a las ruinas de su política.

Ya en la contienda electoral de 2015, por un lado, se trató el tema de los refugiados que intentan atravesar el Canal de la Mancha de alguna manera, por ejemplo, desde Calais. Poco antes del referéndum sobre el Brexit se hizo una vehemente propaganda amenazando con oleadas de refugiados. Pero, por otro, el tema más importante es la inmigración legal, proveniente, entre otras partes, de los Estados de la UE. Al efecto hay que decir que la emigración desde Gran Bretaña rara vez se discute: cada año entre 300 000 y 450 000 personas abandonan el país.

A los medios les gusta escandalizar con la migración laboral de Polonia, que se facilitó claramente después de que el país ingresó a la UE, en 2004. Pues, como sea, a fines de 2013 entre los aproximadamente 63 millones de habitantes de Gran Bretaña, se encontraban, según datos oficiales, 700 000 personas nacidas en Polonia. Según estimaciones no oficiales son alrededor de 1 millón. Entre los inmigrantes europeos los polacos constituyen el mayor grupo. Pero no todos ellos están en edad de trabajar, no todos están empleados. Seguro, la migración laboral se siente en el mercado laboral. Y como todos los migrantes provenientes de países más pobres, los polacos no obtienen los trabajos mejor pagados. Entre los colegas polacos de Inicjatywa Pracownicza, un sindicato de base de izquierdas, muchos han trabajado por períodos largos o breves, a veces incluso repetidas veces, en Gran Bretaña. Dicen que de los tres auténticos movimientos de masas de la sociedad polaca –los fanáticos del futbol, la Iglesia católica y los sindicatos–, sólo dos han sido llevados a las islas británicas: la Iglesia y el futbol.

Por eso resulta o estúpido o malvado reprocharles dumping salarial a los trabajadores polacos. En un mundo globalizado también en los mercados laborales nacionales se topan entre sí personas con muy diferentes condiciones de vida. Lo que para unos sería un salario de hambre, porque viven con su familia en una metrópolis con precios altos, puede significar lo suficiente para que los migrantes y sus familias vivan en la periferia. Esta contradicción es objetiva, y no se le va a poder evitar con deseos o consignas, sino únicamente a través de una organización conjunta de perspectivas solidarias.

Hace veinte años eran los obreros de la construcción británicos e irlandeses quienes se metieron a fuerza en el mercado laboral alemán. Pues en su país no había trabajo, ya no digamos trabajo bien pagado. Mucho tiempo antes de Maggie Thatcher ya se había desarrollado una tradición británica muy propia de austeridad y dumping del salario. Y después la cosa no mejoró, empeoró. Pero en el continente los obreros de la construcción podían ofrecerse como subcontratistas o como trabajadores independientes. Para las empresas alemanas esto significó menores pagos a la seguridad social. Los colegas de las islas eran competitivos. También eso causó conflictos. Pero cuando tres jóvenes alemanes atacaron el 16 de junio de 1996 en Mahlow, Brandeburgo, a tres obreros de la construcción británico-jamaiquinos, la causa no fueron los salarios, sino el racismo. Los alemanes persiguieron a los fugitivos y provocaron un grave accidente automovilístico. Desde entonces, desde hace 20 años, Noël Martin, de Birmingham, está paralizado del cuello para abajo. En Mahlow han cambiado mucho las cosas, igual que en otros municipios, que pertenecen a la muy poblada franja conurbada de Berlín. Y existe un intercambio juvenil con Birmingham, y activistas que trabajan con los refugiados y contra el racismo. Aunque, en febrero de 2016, también se incendió un edificio destinado a ser un alojamiento para refugiados.

La tasa oficial de desempleo en Gran Bretaña fue, en mayo de 2016, apenas de 5 por ciento. La última vez que había estado en un nivel tan bajo fue en octubre de 2005. El reverso de la medalla son los muchos que no logran salir adelante con uno o con varios trabajos. Aunque eso no tiene nada que ver con la migración, sino con casi 40 años de política neoliberal. Con la campaña a favor del Brexit una corriente dentro del Partido Conservador logró integrar una parte de la indignación por el empobrecimiento y el desmantelamiento social en un nuevo proyecto de la derecha populista: ¡Contra “Bruselas” y por la Patria! Mientras que la indignación por la propia necesidad se dirija contra los migrantes, se pueden dirimir con gran intensidad los conflictos entre las élites por la distribución de las grandes ganancias. No hay nada que temer si sólo se debe votar a favor de diferentes versiones de la misma política dominante. Bertolt Brecht advirtió una vez: “El nacionalismo no se vuelve bueno porque esté metido en las cabezas de la gente pobre. Sólo se vuelve completamente absurdo.” Cuánta razón tenía.

Sebastian Gerhardt fue coiniciador de Faktencheck:HELLAS, ahora está en el equipo de la redacción de FCE y es director ejecutivo de Lunapark21.